miércoles, 23 de febrero de 2011

MI ACCIDENTE. PARTE II: EN LA SALA DEL PREO-OPERATORIO O EL ÚLTIMO ADIOS.


Me desperté entrando en el Hospital Viejo por la entrada de las ambulancias. Me acuerdo de como varios médicos me echaban un vistazo así por encima y consultaban a los sanitarios de la ambulancia que me habían recogido de la carretera y traído hasta allí. Pero yo no atendía a sus palabras cuyos sonidos me acompañaron hasta la sala de espera preo-operacional. Miraba de un lado a otro, no sentía dolor dado que estaba fuertemente sedado debido a la gravedad de mi accidente. Entonces, fruto del cansancio y del agobio, al tener puesto el collarín que me impedía respirar bastante, me dormí...

Desperté, y me vi en una sala llena de enfermos esperando tumbados sus operaciones. Era una sala grande donde los sollozos de los familiares se mezclaban con las agonías de los pacientes. De paredes blancas, era como estar en la ante-sala a la muerte, esperando el final de una manera sobria en un mundo de agonías. Notaba un gran dolor en los pezones, como si me hubieran atravesado una aguja en cada uno,(irónicamente de pequeño deseaba colgarme anillas de los pezones, sin saber el dolor que ahora pasaba), pues era más que un dolor, un escozor continuo que iba aumentado a medida que pasaba el tiempo en aquel sitio. Recuerdo que estaba tumbado sobre una especie de tabla que me impedía dormir, era horroroso, apenas podía mover mi cuerpo. Pasados unos minutos o tal vez cuartos de hora, vi entrar a mi madre por una puerta doble. Nada más reconocerme por mi moribundo estado rompió entre sollozos y lamentos. Previamente antes de ir a verme los médicos la habían comunicado con esa frialdad que con tiempo la profesión mella en los individuos, que la gravedad de mi estado no dejaba lugar para muchas esperanzas. Su hijo, su amado hijo al que hace veinte años había parido; al que durante veinte años había visto crecer, desarrollar sus ideas y sus inquietudes, con sus malos y buenos momentos. Aquel hijo, allí postrado en esa camilla, semi-inconsciente, aguardaba para lo peor. Por sus examenes de mi estado, lo más seguro, lo probablemente con todos los indicios de certeza, era que su hijo muriese, que no sobreviviese a los próximos días, cuyos resultados inciertos la hacían caer en un mismo pensamiento que en su mente, una y otra vez, con más fuerza si cabe, se repetía. Alexander moriría, presa de ese affair que la vida le había dado. Moriría tras veinte años luchando por vivir, por amar y ser amado. No llegaría a ver a su hijo destacar en la vida entre los pocos y pocas que le respetasen; ni tampoco vería a su hijo amar a su mujer con la que por fin las tormentas de su vida desaparecerían y se volvería su corazón sonriente, lleno de vitalidad, ni tampoco vería a sus nietos. En definitiva, estaba ante un cuerpo que se moría, ella lo sabía, sabía que para comunicar este tipo de fatalidades los médicos nunca se equivocan. Y por eso lloraba, por ver como el hijo al que hacía veinte años vida había dado fruto de su amor con su marido, las esperanzas morían allí frente a ese cuerpo desgarrado, a esa cabeza roja fruto de la sangre, un cuerpo lleno de vendas. -Alexander moriría- se repetía para sus adentros tratando de contener el llanto ante los médicos...

Pasé las horas queriendo beber algo de agua pese a tener un tubo clavado en mi vena que me hidrataba fruto de un recipiente de esos cuyo nombre ahora no recuerdo. ¡Pero yo solo quería beber alguna que otra gota para refrescar mi lengua, y más teniendo en cuenta que incluso a esas horas de la madrugada, en pleno verano, hacía calor! Y por ello en mis pocos pensamientos que emitía, me relamía pensando en la cantidad de litros de agua, de refrescos que si sobrevivía, bebería. Pero entre mi colchón de madera, el collarín, las heridas, y la enorme sed que tenía, terminé por volverme loco. Y a raíz de ello comencé a chillar sin fijarme en lo que decía. Insultaba a todo el mundo que estuviera en mi campo de visión. Llegaron por fin mis tíos tras ser avisados en pleno sueño de madrugada de que su sobrino había sido atropellado por un coche en una carretera, y de que su vida seriamente peligraba. Se habían dado toda la prisa habida y por haber, no habían dedicado su tiempo para arreglarse, simplemente se habían puesto lo imprescindible, y así, con ello, habían cogido el coche y habían venido a Valladolid al hospital en el que me encontraba. Las lágrimas brotaban de sus ojos. Vi a mi primo y a mi prima, muy cambiada, hacía años que no la veía. El destino había elegido tan triste momento para reencontrarme con ellos tras años sin verles. Pero se encontraron con un cuerpo que les pedía agua, que chillaba de dolor e insultaba a todo el mundo, un cuerpo que había perdido el juicio.

Supliqué a mi madre, luego a mi tío darme un algodón mojado en agua para chuparlo con los labios, pues antes de la operación debía de pasar veinticuatro horas sin beber. Pero ellos apiadándose de mí me dieron unas gotas. Fue mi tío a ponérmelo en mis labios y acto seguido, movido por una sensación de sed horrenda, le mordí los dedos que lo sujetaban y casi me trago el algodón. Pero quería más, le chillé, y le dije cosas muy blasfemicas, cosas de las que con el tiempo me he ido arrepintiendo, pero estaba como estaba, y haberlo evitado, en mi estado me fue imposible. Acto seguido vino una enfermera a llamarme la atención, y tuvo que huir debido a como la chillaba. Pues estaba en guerra contra todo el mundo, y mi guerra no había hecho más que comenzar.

Mi tío y mi tía, según ibansé turnandose, me incitaban a que me durmiera bajo la promesa de darme algún que otro chupito de agua, (lo llamaba así debido a que me daban el agua en el tapón de la botella). Una y otra vez cerraba los ojos, me movía de un lado a otro sin apenas poder hacerlo. Y ello, sumado a donde reposaba y a los fuertes dolores que tenía por todo el cuerpo que vencían a la anestesia que me suministraban cada poco, me hacían imposible el hecho de dormirme, así que comencé a caer en un estado muy profundo de intranquilidad. Una y otra vez amenacé a todos con levantarme e irme a casa por mi propio pie, pues quería que me dejaran en paz, que pese a lo que tuviera, solo quería irme a casa y al día siguiente levantarme para meterme en el ordenador y después ir a la piscina en la casa de un amigo mío. Me dijeron que si lo hacía, al tener la pelvis rota en dos, nada más levantarme me partiría en dos, algo sin duda horroroso cuando me lo imaginé, pero solo por poco tiempo. Al rato me canse y loco ya de desesperación, decidí levantarme haciendo impulso con mis brazos, los cuales debido a las fuertes heridas, notaba como si la carne se desgarrase, brotase sangre fruto de la piel que se estiraba por heridas que no dejaba curarse. Levanté mi torso y acto seguido moví con dolor una de mis piernas por fuera de la camilla. Noté que no estaba unida a nada, que estaba suelta, como si en el centro de mi eje algo estuviera mal, pero me dio igual. Nada más verme mi familia y los médicos, viendo la osadía con la que desafiaba a los hechos, se abalanzaron sobre mí y me hicieron desistir de tal acción atandome con algo las piernas, pues bien sabían que yo era capaz de ir si fuera el caso arrastrándome a rastras hasta mi casa. Además alguno de mis familiares no se movería de mi lado para vigilarme en caso de que decidiera intentarlo de nuevo. Entonces, presa de mi desesperación comencé a llorar.

Pasaron las horas y comenzaron a llegar alguna que otra persona. Era la mañana a juzgar por el transito de gente que se escuchaba de fuera y algunas enfermeras que daban algo de desayuno a los que me acompañaban y que tenían la suerte de poder hacerlo. Por la puerta, entre sollozos nada más verme, vi acercarse a mi mejor amigo B.... Me preguntó cosas sobre como había tenido el accidente, pero en aquel momento vagamente le respondí. Apenas podía hablar, sus lágrimas vencían a sus palabras que con dificultad manaban de él como queriendo acompañarme en la soledad de mi calvario. Un amigo vendado en sangre, con un ojo derecho al que le faltaba un párpado, con una nariz a la que la faltaba un trozo, así como el conjunto general de mi cuerpo. Ver mi rostro era como ver a la muerte, en sí misma encarnada en una persona que prontó dejaría de respirar y partiría hacía aquel firmamento del que en vida, que en sus tertulias, en sus botellones, de ello tanto le había hablado. Y que en sus poemas, el desamor tan grande que padecía, solía reflejar con muchisima pena fruto de su tristeza por no verse amado por una mujer. Entró otro amigo más MK... a visitarme, me dijo que A... y los demás estaban fuera y que no habían podido entrar simplemente por motivos de orden. Me dio sus afectos. También vino la chica Mi...a la que en su momento más había amado, una estrella en el firmamento que en mi corazón había brillado con tal intensidad que me había quedado ciego. Ahora esa estrella posaba ante mí con lágrimas, viendo como lo que si algún día fue alguien al que amo, o simplemente un chico que se enamoró de ella, era lo que era. Como sabía de mi exorbitada afición a la lectura, me regaló un libro que me entretuvo en los siguientes días y que me hizo volver a pensar (Amin Maalouf El desajuste del mundo editado por Alianza Editorial). No pudo evitar el llanto. Y gracias ellos me alegré y olvidé por unos momentos lo mal que lo estaba pasando. (Quiero agradecer a todos los que fueron en aquel momento a visitarme y que no pudieron debido a que no les dejaron entrar. A todos vosotros y vosotras cuando leáis esto, daros las gracias, pues cuando supe mediante las personas arriba citadas que habíais venido, de todo corazón me alegre. Gracias amigos y amigas).

Durante toda la tarde estuvieron llegando más familiares, entre ellos mis abuelos, mi respetado padre desde Canarias, amigas o conocidas de mi madre etc. Recuerdo o tengo la percepción de haber visto a mi padre abrazar entre sollozos a mi madre, llorando como en la vida no lo hubiera hecho. Y más, tras haber escuchado las tristes palabras de los médicos para que todos mis familiares, padres, tíos, primos, abuelos, amigos, se preparasen para lo peor. Todos ellos y ellas habían venido para despedirse de mí dandome su último adiós, mientras mis órganos internos comenzaban a fallarme. Todos ellos menos mi cerebro. Yo seguía chillando de rabia por vivir. No tenía miedo a morir, pues sabía en el fondo que moriría, y por ello no me sentía angustiado. Estaba preparado para morir, pues unas horas antes cuando me habían atropellado y me habían dejado medio muerto tirado en la carretera, ya había visto a la muerte. La única y triste esperanza que había para salvarme era una operación a vida o muerte. Todas las quinielas a puntaban a un 90% de probabilidades de que muriera, el otro 10% apenas se daba con que si sobrevivía de milagro me quedaría inválido para siempre. Pero las cartas ya estaban repartidas. Ahora era cuestión de hacer bien la jugada. ¿Que pasaría realmente?...

Quiero mencionar que hubo un japonés al que durante ese estado le recordé su descendiente, Yamamoto, y al que quise invitar para estrellarnos contra Pearl Habour cuando me recuperase. Si lo leyera por algún casual perdile disculpas, dado que me comporté bastante mal con él al igual que con los sanitarios y sanitarias que me atendieron.