miércoles, 27 de mayo de 2009

EL PODER CULTURAL POR ALAIN DE BENOIST



EL PODER CULTURAL


Cuando pretendemos caracterizar el debate político e ideológico que hoy tiene lugar
en los países occidentales, la palabra que más espontáneamente acude a nosotros es la
de “totalidad”. Nos hallamos ante un debate total, expresión que para nada alude a un
carácter o espíritu totalitario, aunque por desgracia la tentación totalitaria no siempre
está ausente de el, sino a que cada vez más, ese debate se refiere tanto a terrenos directa
y específicamente considerados “políticos” como a otros que hasta ahora
acostumbramos tener por neutros. Lo cierto es que, hace todavía pocos años, facciones y
partidos se enfrentaban sobre todo a propósito de cuestiones directamente políticas,
como las instituciones, el modo de gobernar, el sistema económico tenido por más
moral o más eficiente, etc., mientras mantenían un consenso tácito acerca de estructuras
elementales básicas. Rara vez era puesta en tela de juicio la familia y no se discutía la
utilidad de la escuela, de la medicina, de la psiquiatría, etc. Por último, se consideraba
que era hacedero y fácil llegar a un acuerdo sobre las verdades científicas; es decir,
sobre unas verdades de hecho conocidas por deducción lógicas o mediante el método
experimental. Esta situación ha cambiado por completo, y las sociedades modernas se
enfrentan a una contestación que no sólo recusa esta o aquella modalidad de poder o de
gobierno, sino que ataca a las estructuras mismas de la sociedad, denuncia su
“evidencia” como “convencional” y afirma que no hay diferencias entre hombres y
mujeres, que la autoridad de los padres sobre los hijos carece de justificación, que los
enfermos mentales son normales y la gente normal es la que está loca, que la medicina
enferma más que cura y , en fin, que los hechos científicos no deben ser juzgados según
su grado de verdad, sino de acuerdo con lo que ha sido llamado por Jean-Francoise
Revel la “devoción”; es decir, según su deseabilidad para las ideologías de moda.
En tales condiciones, la noción misma de la política experimenta una transformación
considerable. Con frecuencia se dice que la “política lo ha invadido todo”; y es cierto,
como dice M.A. Macciochi, que la política ha pasado en todas partes al puesto de
mando. Para comprobar esta “politización absoluta” es al mismo tiempo reconocer que
la “política” no se hace ya sólo en los lugares tradicionales. Las ideologías han
adquirido conciencia de sí mismas: todas las esferas del pensamiento y de la acción, en
cuanto parte del espacio humano, se nos presentan dotadas de una dimensión
ideológica, debido a lo cual, los aspectos de la actividad o la reflexión no directamente
políticos han perdido la “neutralidad” que creíamos poder atribuirles.
Cabe entonces la cuestión: la apuesta fundamental del político, ¿tiene lugar aún, en
lo esencial, en el ruedo de la política-política? Las competiciones electorales, ¿no serán
más bien la ocasión de medir de modo concreto la resultante política de una acción más
difusa, de tipo “metapolítico”, llevada a cabo fuera del estrecho círculo de los estados
mayores de los partidos? Plantear este tema supone traer a colación la existencia de un
poder cultural implantado paralelamente al poder político y que, en cierto modo, le
precede. Es también evocar la figura de ese gran teórico del poder cultural que fue el
comunista italiano Antonio Gramsci, cuya influencia en ciertos medios de la izquierda
es hoy considerable, y tal vez decisiva.
En nuestros días hay que dar por sentado que la neutralidad no existe. Callarse
equivale simplemente a aumentar el poder de quienes hablan. En la esfera de las
relaciones internacionales, la “neutralidad” frente a un problema o una situación
determinados supone sólo dejar nuestras fuerzas en reserva para otra ocasión. El mero
hecho de pertenecer a una escuela de pensamiento, de proclamarse partidario de una
doctrina filosófica o religiosa, de votar por un partido, de profesar ideas personales,
implica una toma de posición susceptible de ir extendiéndose progresivamente a todas
las esferas de conocimiento y actividad. Nada escapa a la ideología. El mundo es neutro
fuera del hombre porque fuera de él no hay una conciencia reflexiva en acción. Por el
contrario, en las sociedades humanas nada es neutro: sólo el hombre confiere sentido, y
no es hombre más que en la medida en que lo hace.
Por otra parte hemos de tener en cuenta que una sociedad es una estructura en la que
todo depende de todo. Nuestra actividad intelectual nos lleva a separar, con fines de
análisis, los diferentes elementos constitutivos de esta estructura para comprender mejor
su disposición en intentar transformarla. Pero al mismo tiempo, esos métodos nos dan la
ilusión de que, las cosas son realmente unas distintas de otras, cuando en realidad no lo
son más que en nuestro entendimiento. (Digamos de pasada que es esta diferencia
profunda entre el mundo de las ideas y el mundo de los hechos -aquel mero reflejo
siempre imperfecto de este- lo que explica este carácter heterotélico de la acción
política, el hecho de que las consecuencias reales de los actos emprendidos difiera
siempre en alguna medida del efecto inicialmente buscado). En realidad, repitámoslo,
todo depende de todo. En una estructura social, el sentido de cada elemento depende no
sólo de su naturaleza intrínseca, sino también y sobre todo, de su posición con respecto
a los demás elementos. Naciones, pueblos e individuos tienen un sentido en tanto en
cuanto ocupan una determinada situación con respecto a los demás; y, como en el
ajedrez, no podemos obrar sobre este o aquel, modificar los enlaces que existen entre tal
y cual elemento, sin cambiar con ello una disposición más general. Cabe, por supuesto,
deplorar tal estado de cosas, como se puede deplorar la creciente influencia de las
ideologías, las “concepciones del mundo”; pero me parece imposible, hacer que sea de
otro modo.
En cambio, lo que si es cierto es que las ideologías, las “concepciones del mundo”,
aunque siempre han estado presentes, no siempre han tenido la conciencia de sí mismas
que tienen hoy, vivir una época en que ya han sido abundantemente recogidas y
formalizadas en multitud de sistemas. Esta “toma de conciencia ideológica” es sin duda
consecuencia, directa o indirecta, de la revolución de 1798. Desde el momento en que el
principio de autoridad que regía de un modo natural las sociedades prerrevolucionarias
se vio discutido incluso en su legitimidad y sus fundamentos, todo lo que antes se daba
por supuesto, todo lo que era visto espontáneamente como parte integrante de un “orden
natural” pareció (con toda justicia) pura convención, es decir, una creación
subjetivamente humana, y como resultado surgió un número considerable de facciones
político-ideológicas que se decían depositarias de una nueva verdad y trataban de
hacerse con los resortes del poder, hemos asistido, a medida que se creaban frente al
poder establecido toda una serie de contrapoderes, a la difusión y multiplicación de los
centros de influencia ideológica.
En la teoría marxista, la palabra “cultura” tiene un sentido muy preciso. Para los
ideólogos marxistas del tipo clásico, la cultura es ante todo una superestructura
ideológica, dependiente de la estructura material y económica de la sociedad y que, aun
tiempo, reproduce, perpetua y tiende a justificar esa estructura habituando a los espíritus
a los valores convencionales que encierra. En otras palabras, la cultura conforma las
mentes en función de la ideología dominante; de donde se sigue que sólo actuando
sobre la estructura económica (y, en consecuencia, política) pude lograrse la
transformación de la superestructura. En la semana 1974 del pensamiento marxista
(Paris, 16-22 de Enero de 1974), una de las sesiones versó sobre el tema: ¿Por qué la
cultura? Todos los oradores insistieron en que, a sus ojos, la cultura aún no abarcando la
totalidad de las colectividades humanas, es inseparable de su contexto socio-económico.
Como decía Jacques Cambaz, miembro del comité central de PCF, está “arraigada en el
conjunto de las actividades y de la práctica social”.
Esta definición marxista ortodoxa de la cultura se vio discutida por los neomarxistas,
algunos de cuyos representantes se dieron cuenta de que era factible invertir
el orden de las causas y los efectos, influir en la estructura de poder político y
económico operando sobre la “superestructura” cultural e ideológica. Fue este recíproco
de la ideología sobre las superestructuras bien analizado por Mao-tse-tung, el que en
parte sirvió de base a la concepción china de la revolución cultural, como fue también el
inspirador de los discípulos de Gramsci de oponer al poder civil e institucional un
contrapoder cultural y metapolítico idea de efectos hoy claramente perceptibles.
A propósito de Gramsci, empecemos por algunas referencias biográficas. A.
Gramsci, nació en Cerdeña en 1891. Llegado a Turín en 1911, se hace miembro del
partido socialista, y más tarde del partido comunista, del que llegaría a ser uno de los
principales representantes durante los años veinte. En esta época –-inmediata después de
la revolución bolchevique de 1917-, la Internacional comunista sufre numerosas crisis.
Lenin, que en un principio había decidido acelerar las escisiones comunistas en el seno
de los partidos socialistas y socialdemócratas europeos, cambia de táctica a partir de
1921 y preconiza una política de frente popular, que le parece la única susceptible de
contener los progresos de la reacción. En el PCI este súbito giro provoca un
enfrentamiento entre Gramsci, miembro desde 1922 del comité ejecutivo del
Komintern, y Bordiga, que pretende negarse a toda colaboración con los “socialtraidores”,
es decir, con los socialdemócratas. Esta crisis interna del partido tiene
profundas consecuencias. Gramsci, elegido diputado en 1924, consigue dos años más
tarde hacer prevalecer su tesis y convertirse en secretario general del PCI. Pero es
demasiado tarde. Aislado de sus electores, agotado por las luchas intestinas, víctima de
tanto el auge del fascismo como de la crisis del movimiento comunista internacional, el
PCI acaba siendo proscrito. Gramsci es detenido, deportado a la isla de Utica y
condenado a veinte años de prisión.
Es allí, en su celda, donde va a entregarse a una profunda reflexión sobre la praxis
marxista-leninista, y especialmente sobre las causas del fracaso social-comunista de los
años veinte. ¿Cómo es posible que la conciencia de los hombres marche con retraso
sobre lo que debería dictarles su conciencia de clase? ¿Cómo consiguen las clases
dominantes, minoritarias, hacerse obedecer de un modo natural por las dominadas,
mayoritarias? Tales son las cuestiones, que entre otras muchas, se plantea Gramsci; las
preguntas a las que va a tratar de responder estudiando con más detenimiento la noción
de ideología y estableciendo la decisión distintiva (y hoy clásica) entre “sociedad
política” y “sociedad civil”.
Por sociedad civil (término tomado de Hegel) entiende Gramsci el conjunto del
sector “privado”; es decir, la esfera cultural, intelectual, religiosa y moral, en tanto que
expresadas en el sistema de deberes y obligaciones contenido en la jurisdicción, la
administración y las corporaciones, etc. El gran error de los comunistas, dice Gramsci,
ha sido creer que el Estado se reduce a un simple aparato político. En realidad, el Estado
“organiza el consentimiento”; o sea, dirige no sólo con ayuda de su aparato político,
sino por medio de una ideología implícita que descansa en valores admitidos y que la
mayoría de los miembros de esta sociedad dan por supuestos. Este aparato “civil”
engloba la cultura, las ideas, las costumbres, las tradiciones y hasta el sentido común.
En todos estos campos, no directamente políticos, actúa un poder en el que también se
apoya el Estado: el poder cultural. En otras palabras, el Estado no sólo ejerce su poder
mediante la coerción. Al lado de la dominación, de la autoridad directa, del mando que
ejerce por la Vía del poder político, disfruta también, gracias a la existencia y actividad
del poder cultural, de una especie de “hegemonía ideológica”, de una adhesión
espontánea de la mayoría de las mentes a una concepción de una cosa, a una visión del
mundo que lo consolida, a la vez que lo justifica, en los temas, valores e ideas que le
son propios. (Esta distinción no está muy lejos de la que hace Louis Althusser entre el
“aparato represivo” y los “aparatos ideológicos del Estado”).
Apartándose de esto de Marx que reducía la sociedad civil a la infraestructura
económica y a la contracción entre las fuerza de producción y las estructuras de
apropiación del capital, Gramsci se da perfectamente cuenta -sin por ello subrayar con
la suficiente claridad que la ideología está estrechamente ligada a las mentalidades; es
decir, a la constitución mental de los pueblos- de que s en esta “sociedad civil” en la que
se elabora, difunde y reproducen los conceptos del mundo, las filosofías, las religiones y
todas las actividades intelectuales o espirituales, explícitas o implícitas, en las que el
consenso social se apoya para cristalizar, consolidarse y perpetuarse. A partir de aquí,
tras reintegrar a la sociedad civil al nivel de la superestructura y añadirle la ideología,
de la que depende, distingue en Occidente dos formas de superestructura; de una parte,
la sociedad civil, de otra la sociedad política (o, estado, propiamente dicho). Mientras
que en Oriente, el estado lo era todo, y la sociedad civil, algo primitivo y gelatinoso
(carta a Togliatti). En Occidente, y en especial en las sociedades modernas, de poder
político difusa, lo “civil” -la mentalidad de la época, el espíritu de los tiemposdesempeña
un papel considerable. Es este importante papel en el que los movimientos
comunistas de los años veinte no advirtieron ni tuvieron lo bastante en cuenta al
elaborar sus estrategias. Lo que les indujo a error fue el ejemplo de 1917; pero si Lenin
pudo acceder al poder fue (entre otras razones) porque en Rusia la sociedad civil
prácticamente no existía. Por el contrario, en las sociedades donde todos participan más
o menos íntimamente de esa ideología implícita que es la concepción espontánea del
mundo, donde reina una atmósfera cultural específica, no es posible la toma de poder
político sin ocupar antes el poder cultural. Así lo demuestra por ejemplo, la Revolución
francesa de 1789, sólo factible en la medida en que había sido preparada por una
revolución de los espíritus, en este caso por la difusión de las ideas de la filosofía de las
luces entre la aristocracia y la burguesía. En otras palabras, la subversión política no
crea una situación, sólo la consagra. Un grupo social, escribe Gramsci, puede ser
incluso dirigente antes de haber conquistado el poder gubernamental. Es una de las
condiciones esenciales para la conquista de ese poder. (Cuadernos de la cárcel). En esta
perspectiva, observa Helene Vedrine en su ensayo Filosofías de la Historia (Payot,
1975), “la tomadle poder no se lleva a cabo sólo mediante una insurrección política que
se apodera del Estado, sino mediante un largo trabajo ideológico en la sociedad civil
que permite preparar el terreno”.
Vemos, pues, que Gramsci rechaza a la vez el leninismo clásico, con su teoría del
enfrentamiento revolucionario, el revisionismo estaliniano de los años treinta, con su
estrategia de frente popular (o de programa común), y las tesis de Kautski, con su idea
de una amplia unión obrera. De forma paralela al “trabajo de partido”, directamente
político, Gramsci propone emprender un trabajo cultural, consistente en sustituir la
hegemonía burguesa por una hegemonía cultural proletaria. Se trata de una tarea
indispensable para hacer compatible la mentalidad de la época (suma de su razón y de
su sensibilidad) con un mensaje político nuevo. Dicho de otro modo, para conseguir una
mayoría política duradera es preciso empezar por obtener la mayoría ideológica, porque
sólo cuando la sociedad establecida sea ganada para valores diferentes de los que son
propios empezará a sentirse insegura sobre sus bases y su poder efectivo a
desmoronarse. Entonces habrá llegado la hora de explotar la situación en el plano
político: la acción histórica o el sufragio universal y popular confirmarán -y
transpondrán al plano de las instituciones y del sistema de gobierno- una evolución ya
consumada en las mentalidades.
Gramsci asigna, pues, a los intelectuales un papel muy preciso. Les exige que ganen
la guerra cultural. El intelectual es definido aquí por la función que desempeña frente a
un determinado tipo de sociedad o de producción. Por ejemplo dice Gramsci: “Cada
grupo social, al nacer sobre el terreno originario de una función esencial dentro del
mundo de la producción económica, crea al mismo tiempo, orgánicamente, una o varias
capas de intelectuales que le dan su homogeneidad y la conciencia de su propia función,
no sólo en la esfera económica sino también en la social y política”. (Los intelectuales y
la organización de la política). Los intelectuales son, pues (en sentido no peyorativo),
los “viajantes” del grupo dominante; ellos organizan “el consentimiento espontáneo de
las grandes masas de población a la dirección que el grupo fundamental dominante
imprime a la vida social” y, a la vez, permiten “el funcionamiento del aparato coercitivo
del Estado”. A partir de aquí, Gramsci, procede a una nueva distinción entre los
intelectuales orgánicos, que propician la adhesión ideológica de un grupo social, y los
intelectuales tradicionales, representante de antiguos estratos sociales que han subsistido
a través de los cambios en las relaciones de producción. En lo que llamamos
“intelectuales orgánicos” recrea Gramsci el sujeto de la historia y de la política, el
“Nosotros, organizador de los demás grupos sociales”, para utilizar una expresión de
Henry Lefevre (El fin de la Historia. Minuit, 1970); lo que significa que el sujeto de la
historia no es ya el príncipe, ni el Estado, ni siquiera el partido, sino la vanguardia
intelectual comprometida con la clase obrera (o que, al menos, se tiene por tal). Es ella,
afirma Gramsci, la que, mediante un lento “trabajo de termitas” (que no puede menos
que recordarnos al “viejo topo” revolucionario del que habla Marx), debe cumplir una
función de clase, convirtiéndose en portavoz de los grupos representados en las fuerzas
de producción. Por último, es ella la que debe dar al proletariado la “homogeneidad
ideológica” y la conciencia necesaria para asegurar su hegemonía, concepto que en
Gramsci reemplaza y desborda al de “dictadura del proletariado”, en la medida en que
sobrepasa lo político para englobar lo cultural.
De paso, Gramsci detalla los medios que estima apropiados para la “persuasión
permanente”: apelación a la sensibilidad popular, subversión de los valores que están en
el poder, creación de “héroes socialistas”, promoción del teatro, del folklore, de la
canción, etc... (medios para cuya definición se inspira en la experiencia inicial del
fascismo italiano y sus primeros éxitos). El comunismo, dice, debe contar sin duda con
la experiencia soviética, pero sin tratar de seguir pasivamente ese modelo. Por el
contrario, para la puesta a punto de un contrapoder cultural ha de tener en cuenta la
especificidad de las problemáticas nacionales y lo diverso de los caracteres populares.
La acción histórica y popular no puede hacer abstracción del temperamento, las
mentalidades, las herencias históricas, las culturas, las tradiciones y las relaciones de las
clases entre sí. (incluidos sus aspectos ideológicos).
Gramsci -que escribe durante los años treinta- sabe muy bien que el “posfascismo”
no será socialista; pero piensa que ese periodo, en el que volverá a reinar el liberalismo,
proporcionará una excelente ocasión para practicar la infiltración cultural, pues los
partidarios del socialismo y del marxismo se encontrarán en una posición moralmente
muy fuerte. Cree que de este “rodeo democrático” surgirá un nuevo bloque histórico,
bajo la dirección de la clase obrera, mientras que los intelectuales tradicionales, cada
vez más marginados, acabarán por ser asimilados o destruidos. (Por “bloque histórico”,
concepto formado sobre todo a partir del estudio de la situación en el Mezzogiorno,
entiende Gramsci un sistema de alianzas políticas que asocien infraestructura y
superestructura centrado en torno al proletariado, pero sin identificarse con él, y basado
en la historia en el sentido marxista, es decir, en las relaciones y conflictos de clase que
se dan en la sociedad).
Enfermo de tuberculosis, Antonio Gramsci, muere el 25 de Abril de 1937 en una
clínica italiana. Sus cuadernos de la cárcel, treinta y tres fascículos en total, son
recogidos por su cuñada, que empieza a hacerlos circular. Estos cuadernos van a tener,
al acabar la guerra, un éxito considerable, y a ejercer gran influencia, primero en la
evolución del partido comunista italiano, y más tarde en fracciones más generales de la
izquierda y la extrema izquierda de los países europeos.
Desde cierto punto de vista, y si nos atenemos a los aspectos puramente
metodológicos de la teoría del “poder cultural algunas de las opiniones de Gramsci han
resultado proféticas. Por eso no debemos asombrarnos de la importancia que han tenido
en la evolución de la estrategia general de cierta contestación. Por lo demás, es evidente
que algunos rasgos característicos de las sociedades contemporáneas acentúan aun más -
y con ello facilitan- los efectos de esa estrategia. En primer lugar es preciso recordar que
el papel (potencia) de los intelectuales en el seno de la estructura social nunca ha sido
tan grande como hoy. Factores como la democratización de la enseñanza, la importancia
de los mass-media, la necesidad (creada por modas efímeras en continua revisión) de
encontrar nuevos talentos (reales o supuestos) y la creciente seducción que sobre los
líderes de la opinión ejercen las ideas en boga, de las que son reflejos unos sondeos que
se alimentan de sí mismos, permiten a la inteligencia ejercer un poder considerable. A
esto se añade la importancia creciente del ocio, que da un mayor espacio a la cultura y
facilita la puesta en circulación de ciertos temas y valores; y también la vulnerabilidad,
asimismo creciente, de la opinión pública a un mensaje metapolítico tanto más eficaz y
mejor recibido y asimilado en cuanto que su carácter de directriz y sugerencia no es
claramente percibido como tal, y por consiguiente, no tropieza con las mismas
reticencias racionales y conscientes que los mensajes directamente políticos. Toda la
fuerza de los espectáculos y de las modas reside en este último rasgo específico, en la
medida en que una novela, una película, una obra de teatro o un programa de televisión
será a la larga mucho más eficaz políticamente si al principio no es recibido como
político y se limita a provocar una lenta evolución, un pausado deslizamiento de las
mentalidades de un sistema de valores a otro. Por último, hay otro rasgo de las
sociedades actuales al que no podemos dejar de referirnos a propósito de la acción del
poder cultural. Es el hecho de que los regímenes liberales occidentales, por su propia
naturaleza, se encuentran muy mal equipados, cuando no totalmente desarmados, ante
esa transformación de las mentalidades t esta infiltración de los espíritus. Los poderes
liberales son prisioneros de sus propios principios en un doble sentido. De un lado en un
orden políticamente pluralista todas las ideologías en presencia tienen necesariamente
garantizada la concurrencia, y la sociedad no puede perseguir las ideologías subversivas
so pena de hacerse también ella (o ser considerada como) tiránica. El Estado puede
prohibir el uso de armas o de explosivos, pero difícilmente le es posible, sin atentar
contra el principio de la libertad de expresión, oponerse a la difusión de un libro o a la
representación de un espectáculo, que, sin embargo, constituyen en muchas ocasiones,
armas dirigidas contra él. Por eso, la sociedad liberal corre el riesgo de suicidarse
lentamente, al estar basada en el pluralismo. Tal pluralismo sólo es duradero si tiene a
favor el consenso de la mayoría de sus miembros, y la sociedad no puede suprimirlo sin
poner en cuestión sus propios fundamentos. Por otra parte, y como consecuencia de
ello, son precisamente los regímenes liberales, donde la inteligencia tiene mayores
libertades para ejercer su papel crítico, los que ofrecen un menor consenso. “El orden
pluralista -ha dicho Jean Baeler- se caracteriza por un pluralismo evanescente. En
efecto, el pluralismo político, el reconocimiento institucional de la legitimidad de
proyectos divergentes y en competencia, es intrínsicamente corruptor del consenso.
Basta ese mecanismo competitivo para que la pluralidad de partidos haga percatar cada
vez con mayor claridad de lo múltiple y variable de las posturas, las instituciones y los
valores. En último extremo, no queda nada sobre lo que los miembros de esa sociedad
se muestran unánimes”. ¿Qué es la ideología?, Gallimard, 1976.
Se llega así a un círculo vicioso. La actividad de los intelectuales contribuye a
acabar con el consenso general, pues la difusión de las ideologías subversivas se suma a
los defectos intrínsecos de los regímenes pluralistas. Cuanto más se desmorona y reduce
el consenso, más crece la demanda ideológica, a la que precisamente responde la
actividad de los intelectuales. Correlativamente, el poder, obligado por la constitución a
tener en cuenta las variaciones de la opinión pública, y seducido también él por el
espejismo de las modas y el talento de la inteligencia, acaba muchas veces por favorecer
ese proceso de sustitución de valores del que acabará siendo víctima. Así se llega, bajo
la acción del poder cultural, a la inversión de la mayoría ideológica.