martes, 18 de agosto de 2009

LOS HÉROES ESTAN CANSADOS POR GUILLAUME DE FAYE


Cada época tiene la mitología que se merece. La nuestra ha
hecho de la juventud su ídolo omnipresente, al que rinde un culto
permanente y obsesivo. Parece como si la preocupación esencial
de nuestros contemporáneos fuese la de ser jóvenes o, en su
defecto, actuar como si lo fuesen. Y es abusando de esta palabra
como se engendra la sospecha. Por lo tanto, habría que hacerse
sobre la juventud la misma pregunta que Jean Baudrillard se ha
hecho sobre lo "nuevo": ¿Cómo es que hay en realidad tan poca
renovación, en un mundo donde todo pretende ser nuevo? ¿Cómo
se explica que los valores dominantes que impregnan la mentalidad
colectiva de los jóvenes -bienestar, humanitarismo, asistencia, etc.-
sean tan seniles, cuando de la juventud se tiene un sentido mágico?
¿Cómo darse cuenta de la paradoja de una sociedad, que pone a la
juventud en la cúspide, y que tanto en su ideología como en sus
valores, rechaza el gusto del riesgo, del desafío y del combate?
Pero antes que nada, ¿qué significa la juventud?
Etológicamente corresponde a la fase de formación del hombre
adulto, más exactamente, coincide con el paso de la infancia a la
madurez. La fisiología humana conoce durante este periodo, que se
extiende aproximadamente desde los dieciocho a los veinticinco
años su fase de máximo dinamismo. El hombre, ser de juventud
persistente, vive durante esta fase de su existencia deseos de
curiosidad y de aventura, que incluso pueden llegar hasta el
sacrificio de su propia vida. Y todavía cuando accede a la edad
adulta es capaz -lo que le distingue del animal- de conservar estas
cualidades juveniles, que son la sed de experiencia y el gusto del
riesgo. Esto se debe a que es un ser inacabado.
No tiene pues nada de extraordinario en estas condiciones, que
numerosas culturas hayan representado "al hombre-ideal" como a
un individuo joven. En el Museo del Partenón se puede admirar la
edad de los kuroi; y también en los grabados de guerreros chinos
de la época Ming.
Aún con todo, en las sociedades tradicionales -que preceden a
la Revolución Industrial- los hombres accedían más pronto o más
tarde a las responsabilidades. No había transición entre la infancia y
la edad adulta. En Roma, se pasaba de golpe de la "toga pretexta"
a la "toga viril", con dieciocho años. En la Edad Media, desde el
momento en que un aprendiz trabajaba, cualquiera que fuese su
edad, quedaba integrado en el mundo de los adultos. Los generales
de Napoleón tenían a menudo entre veinte y veinticinco años,
exactamente igual que los jerarcas de la batalla de Cunaxa
descritos por Jenofonte, que mandaban las tropas de Esparta en el
combate. Los valores de la juventud estaban orgánicamente
integrados en el conjunto social, al igual que los valores de la
madurez y de la vejez, que representaban la reflexión y la
experiencia. Los unos contrapesaban a los otros, sin que mediase
ningún conflicto.
Evidentemente, la juventud se hallaba presente durante las
fiestas tradicionales: pero no según un tipo de edad determinado
(en el sentido que tiene hoy, por ejemplo, la "tercera edad"). Se
trataba muy a menudo de reunir a los jóvenes en edad de casarse o
los que estaban en edad de llevar armas. La juventud significaba
todo lo contrario de lo que hoy en día significa: no una segunda
infancia prolongada, sino la entrada en el mundo de los hombres,
en el mundo verdadero. No existía "la juventud", pero lo juvenil
penetraba en los valores sociales.
Es a partir de la época romántica, y, sobre todo, luego, con la
Revolución Industrial, que hace su aparición la juventud, concebida
como una clase y como un valor.
La extensión media de la duración de la vida obliga a retrasar la
edad de la asunción de responsabilidades. Va apareciendo
progresivamente una edad intermedia entre la infancia y la vida
profesional. En las sociedades tradicionales, con débil
escolarización, era la comunidad la que transmitía el saber a los
individuos, abarcando todo tipo de edades. Será a partir del siglo
XIX, cuando la educación obligatoria y el servicio militar se
conjugarán con la familia nuclear para aislar a la juventud de una
manera funcional. Y al mismo tiempo se constata que la sociedad
inicia un proceso gerontocrático: los empleos se obtienen mediante
ascensos y se fijan límites de edad para el ejercicio de
responsabilidades.

Desde 1890, las obras que tratan sobre los adolescentes son
cada vez más numerosas (cf. Theódore Zeldin, Histoire des
passions françaises, Seuil, 1979). La juventud adolescente se
convierte en un valor, con connotaciones aventureras y guerreras.
Nace el escultismo, bajo formas claramente paramilitares. El
servicio militar obligatorio transforma a los ejércitos europeos en
agrupaciones de juventudes nacionales, y no en tropas
profesionales de diversas edades. En todas partes se ven
eclosionar movimientos juveniles, que llevan uniforme, y que se
consideran los portadores de una regeneración social y política. La
tendencia se ampliará todavía más, después de la Segunda Guerra
Mundial. En los colegios e institutos, la juventud aprenderá a
convivir y a distinguirse como categoría aparte.
Entre 1880 y 1910, la literatura comienza a apasionarse por la
adolescencia, y los reportajes sobre la juventud se suceden en la
prensa: solamente en el año 1912 se cuentan en Francia cinco.
Raymond Radiguet y Collette ilustran en sus novelas este culto de
la juventud "a la que se puede disculpar de todos los excesos", y el
propio Montherlant señala en 1926 la aparición de un nuevo
fenómeno, el "adolescentismo", nuevo rival del feminismo. Mientras
tanto nace el culto del deporte y del olimpismo, apoyado en una
exaltación de la juventud, a menudo entendida, lo que es más
fascinante, como la portadora de una renovación pagana. Para
liberar a la juventud del yugo burgués de la familia, Gide lanza su
famoso: "Familias os odio", y los regímenes totalitarios nacientes en
Rusia, en Alemania, en Italia, en Grecia y en Hungría se consideran
todos como "dictaduras de la juventud"...

La modernidad de las nuevas técnicas, tanto la de los pioneros
de la aviación como la de los héroes de la velocidad automovilística,
se interpreta como asunto de la juventud, al igual que -no sin cierta
paradoja- el deseo de vuelta a la naturaleza, perfectamente
ilustrado por movimientos como el Wandervogel en Alemania. En
ambos casos, se da el mismo impulso de pureza salvaje y agresiva,
la misma reivindicación de que la juventud revista un carácter
guerrero y creador olvidado por el mundo burgués.
Pero una inversión del sentido se produce, grosso modo,
después de la Segunda Guerra Mundial. Progresivamente, al
"adolescentismo" le sucede la era de los teenagers. La juventud
"sucumbe" ante el mercantilismo: a nivel ideológico y discursivo es
asimilada, pero a nivel de los hechos, los valores juveniles se
vienen abajo. Ser joven ya no significará dar su vida por una causa,
sino consumir una "subcultura" fabricada para los jóvenes.
De manera parecida a sus ejércitos, funcionales y burocráticos
-a pesar de su reclutamiento juvenil- las sociedades occidentales se
van a dedicar a domesticar a los jóvenes, utilizando el dinamismo
formal de la idea de juventud de la preguerra. Dos movimientos
paradójicos se observan a partir de los años cincuenta: la juventud
pierde sus organizaciones, sus instituciones, juzgadas, a menudo,
como demasiado "militares" por la sociedad de consumo; pero la
ideología exalta más que nunca a la juventud, en tanto que franja
social provista de derechos (se denuncia el "racismo contra los
jóvenes"), y de una cultura propia, la de los teenagers, de
inspiración americana. La juventud se convierte en un sucedáneo
del proletariado y los epígonos de la Escuela de Frankfurt lanzan el
tema de la lucha de generaciones. De una parte, la sociedad se
individualiza, y la juventud organizada, físicamente desaparece. De
otra, la ideología y la cultura construyen lo que no es más que un
simulacro de juventud.

La llegada al mercado de numerosas clases de edades en la
postguerra ha coincidido, en los países occidentales, con el
nacimiento de una cultura para los jóvenes, aparecida en los
Estados Unidos. Lanzada en los años cincuenta con producciones
cinematográficas en las que James Dean hacía de héroe, y
proseguida luego, durante casi treinta años, con estilos
indumentarios (jeans), musicales (rock, pop, disco), alimentarios e
ideológicos, esta cultura juvenil, de obediencia anglo-americana y
de vocación internacional, tuvo como función aislar a las jóvenes
generaciones de sus culturas nacionales e integrarlas en la "nueva
sociedad de consumo", dominada por los cánones culturales
americanos. Se creaba una nueva clase internacional, que
constituía en efecto la primera categoría de consumidores
realmente "occidentales". La idea de juventud, heredada de la
preguerra, fue utilizada como vehículo comercial, vaciada más o
menos conscientemente de todo significado, y desprovista de toda
energía revolucionaria. Las nuevas generaciones nacidas después
del traumatismo de la guerra ofrecían la ventaja sobre sus padres
de ser más fácilmente insensibles a sus tradiciones particulares. La
"cultura juvenil", presuntamente libertaria y contestataria, fue la
primera gran tentativa de masificación y de homogeneización
cultural y económica, ejercida sobre una generación "cobaya". El
proceso culminó a finales de los años sesenta -es la época de
Woodstock-, en el momento en que los jóvenes de veinte años,
edad clave por su maleabilidad, eran los más numerosos. Desde
entonces, el fenómeno se atenúa, pero la juventud sigue siendo el
laboratorio del occidentalismo, de sus modas y de sus costumbres.
Hay que desconfiar y criticar, por lo tanto, la doctrina de la
"guerra de generaciones", defendida por ejemplo por Marcuse, así
como la validez de los movimientos contestatario s que movilizaron
a la juventud hasta mitad de los años setenta. Estos, al igual que las
culturas underground, aparentemente "en ruptura" con el mundo
burgués, no solamente han sido recuperadas por el Sistema, sino
mucho peor, le han dado un segundo impulso. Efectivamente, la
función de la ideología de la ruptura generacional era integrar a la
juventud, mediante la aculturación, en una nueva forma de
capitalismo mundial tecnocrático, y ya no patrimonial, apoyándose
en un estilo "americanomorfo" y en costumbres permisivas, capaces
de desvincular a los jóvenes de sus sensibilidades etnonacionales.
La argumentación antiburguesa y el aspecto revolucionario de
la contracultura no deben ilusionamos: transmiten una ideología del
embrutecimiento y preconizan modelos que conducen directamente
al hiperindividualismo y a la búsqueda del bienestar y la comodidad.
Theodor Adorno ha tenido al menos el mérito de señalar cómo las
músicas rítmicas constituían un simulacro de rebelión, que tenía por
objeto desmovilizar a la juventud, como paso previo, antes de
enseñarle a consumir.
En estas condiciones, no es sorprendente que la teoría de la
guerra de generaciones, los movimientos contestatarios y el estilo
insurgente de la contracultura conociesen su declive a comienzos
de los años ochenta. Una vez lograda la integración en la
americanosfera, ya no es necesario servirse de éstos, a no ser de
forma cada vez más aséptica, casi académica y curiosamente
conservadora. Una auténtica contracultura de las jóvenes
generaciones, en perpetua renovación, y que transmitiese temas
realmente movilizadores y sensibilidades aventureras, haría temblar
al mundo burgués humanitario. Es mucho mejor el individualismo de
la falsa ruptura y del seudomarginalismo, con el que comulgan hoy
en día los jóvenes "integrados", sus padres de cuarenta años y,
también, los antiguos teenagers de los años sesenta, que se
imaginan que son todavía jóvenes, cuando en verdad no lo han sido
nunca.
Varios estudios sociológicos contemporáneos, entre ellos los
del Centro de Comunicación Avanzada, constatan el nacimiento de
dos nuevos tipos de mentalidad en la gente joven: "el
integracionismo", que es mayoritario y el "desenganche", todavía
minoritario, pero en constante aumento en los menores de veinte
años.

Los "integrados" vuelven al Sistema, después de haberlo
combatido, pues se dan cuenta de una manera más o menos
consciente que difundía sus mismos valores. Desengañados de las
virtudes del "revolucionarismo", estos nuevos pequeños-burgueses
han conservado de la "izquierda" los ideales humanitarios,
ecologistas y pacifistas. El futuro deseado es el de un mundo en el
que la "paz" debe ser preservada a cualquier precio. Los valores
dominantes no son la revolución social, ni tan siquiera la ambición
personal de los "jóvenes ejecutivos dinámicos", sino la seguridad y
la tranquilidad de la vida privada, sin ningún tipo de exigencias,
hecha de placeres estetizantes, de mucho tiempo libre y de rentas
"suficientes". Los grandes problemas sociales o nacionales ya no
les interesan a los "integrados", aunque como -buenos
consumidores de los medios de comunicación- lloriquean por los
acontecimientos de Polonia, y están de acuerdo siempre con
Amnistía Internacional. Si en algo militan es en "la mejora de la
vida", a fin de construir una sociedad pacificada y de convivencia. El
dinamismo y la potencia colectiva son deshonrosos para estos
nuevos adeptos de un "petainismo en frío". Amantes de los
magnetoscopios y de las revistas prácticas, reservan su
imaginación aventurera para el cómic o para las palmeras del Club
Méditerranée, y viven la liberación sexual "por poderes". Tienen
necesidad de una atmósfera televisiva, musical y humana,
tranquilizadora y placentera. La vida para ellos es ante todo la vida
privada, el nido o el capullo, lejos del furor "débil" de los
militantismos y de las verdaderas competiciones.
Los "descolgados", que representan ya el 20 % de los de más
de quince años y menos de veinticinco, a diferencia de los
"integrados", se han desenganchado completamente. Ni aplauden
ni critican, simplemente se "inhiben". Nada utópicos en absoluto, se
encierran en su narcisismo, constituyendo muy a menudo pequeños
grupos dispersos, pero dotados de un estilo propio. Su creatividad
es a menudo fuerte, pero va dirigida hacia la esfera individual o
hacia la reconstrucción de pequeños mundos hechos de simulacros
y fantasías. Eternos niños y adultos desilusionados a la vez, estos
jóvenes se convierten en esquizofrénicos: trabajan para vivir -a
menudo en empleos temporales-, pero su verdadera vida está en
otra parte; están ausentes mentalmente de su profesión y de la vida
social. Perpetuamente en busca de la evasión, pasean su
psiquismo de soñadores en una marginalidad psicológica y en una
no-contestación indiferente, lo que no impide en absoluto su
inserción social definitiva. Hay que consumir y de esto no se privan.
El Estado-providencia no puede quejarse de estos nuevos
jóvenes, cuya secesión interior deja las manos libres a todas las
dictaduras administrativas del aparato materno del Estado. La falta
de ambición, la dependencia umbilical y el neotribalismo prefiguran
una mentalidad perfectamente adaptada a las estructuras
económicas de una sociedad mercantil socializada, con fuerte
índice de desempleo, con débil aumento de los salarios, y dominada
por una asistencia burocrática general.
He aquí la "implosión de sentido" de la que habla Baudrillard: a
la proliferación fragmentada de los estilos, a las paranoias
fetichistas y a los valores intimistas, responde un gran silencio:
ninguna doctrina emana de la juventud, ningún proyecto, ningún
ideal.
En esta época donde la "gran muda", ya no es el ejército, sino
la juventud, todo el mundo habla, casi por compensación, de la
juventud. Vivimos en una neurosis juvenil.
La juventud se convierte en una cualidad por sí misma,
puramente exteriorizada, en el mismo momento en que deja de ser
una disposición del espíritu. Física y aparente, esta falsa juventud
pretende eternizarse, lo que corresponde muy bien a una sociedad
inmovilizada en el presente. La auténtica cultura juvenil supondría,
por el contrario, que la adolescencia constituyera el tránsito hacia el
mundo adulto, y, por lo tanto, un estado provisional. El verdadero
adulto -el vir de los romanos o el kalos kagathos de los griegoslograba
que en él conviviesen el vigor dionisíaco y el autocontrol
apolíneo, pero sobre todo, no pretendía permanecer siempre joven,
precisamente para poder actualizar, en tanto que adulto dueño de sí
mismo, esa parte de su alma que en cualquier caso permanecería
siempre creativa y original. Estamos por lo tanto, ahora, muy lejos
de esta concepción orgánica del hombre...

A "la infantilización" del mundo adulto corresponde lo que muy
bien habría que denominar, con un neologismo bárbaro, como
"adultización" de los niños y de los jóvenes en general. El "niño-rey"
de los años cincuenta y sesenta se ha convertido en un joven
aburrido, pero sus padres siguen infantilizados y continúan leyendo
Mickey. Juegan a ser jóvenes y se imaginan que es suficiente llevar
la misma ropa, tener aspecto de jóvenes y utilizar su lenguaje para
parecerse a ellos.
Estos rasgos pueriles de la cultura de masas quedan
compensados por una afectación general de "seriedad". La
liberación de las costumbres, programada triunfalmente como la
nueva moral, disimula muy mal la rigidez de comportamiento. Las
etiquetas sociales y el funcionalismo inarticulado de la vida
cotidiana extinguen todo juego, toda espontaneidad en las
relaciones sociales. El canto, la risa, el mimo y la frase ingeniosa no
forman parte ya de las relaciones humanas, aparentemente sin
"limitaciones", pero en realidad aprisionadas en circuitos rígidos.
Las fiestas de la juventud son bailes tristes o acoplamientos
electrónicos con simuladores de "guerras espaciales", sucesores de
los viejos flippers.

La desaparición de todo carácter juvenil en las relaciones
sociales corresponde en buena medida al intelectualismo que
domina nuestra época. El espíritu de geometría ha triunfado en
todas partes sobre el ingenio, y la "esfera literaria" de la que habla
Aldous Huxley, ha sido dirigida por la "cultura matemática". Los
jóvenes de hoy en día han sido excesivamente formados
matemáticamente, y son completamente neoprimitivos en cuanto a
su lenguaje, comportamiento, vestimenta y gustos musicales. A1
mismo tiempo, el exceso de espíritu hiperanalítico ha destruido toda
frescura comportamental en el conjunto de la sociedad. La juventud
moderna corre el peligro de convertirse en la vanguardia de una
nueva burguesía salvaje, partidaria del confort y de las
comodidades electrónicas, pero de espíritu limitado por el
pragmatismo tecnológico, y de una sensibilidad embotada por el
contacto con la subcultura americana.

Parece como si, para compensar el envejecimiento
demográfico y la instalación de los valores decrépitos del
igualitarismo de masas, la ideología social hubiese creado un
simulacro de juventud, y para prevenir una auténtica rebelión de la
juventud contra este estado de cosas, la hubiese encarcelado en un
mundo artificial.
Pero el artificio puede volverse contra su propio amo. Que los
creadores de la falsa juventud tengan cuidado: mientras haya
"inspiradores" todo será posible.
Quizás un día pueda la juventud escucharlos. Igual que el "río
de la vida", la juventud vuelve siempre con cada nueva generación.
Y los "inspiradores" siembran. No para este mundo. No para
esta juventud, sino para la que viene.

GUILLAUME FAYE: "Les héros son fatigués", en Eléments
núm. 43 (octubre-noviembre 1982), pp. 13-17.
Faye, Guillaume. Los héroes están cansados. En Benoist, Alain
de; Faye, Guillaume. Las ideas de la "Nueva Derecha”. Barcelona:
Nuevo Arte Thor, D.L. 1986, p. 315-362