jueves, 20 de mayo de 2010

NOSOTROS, LOS CABALLEROS DEL SOL


¿Para qué luchamos sí el mundo nos odia?,
¿Para qué luchamos sí la sociedad nos olvida?,
¿Para qué luchamos si nadie nos aprecia?,
¿Para qué vivimos si nada tiene sentido?,
¿Para qué soñamos si nunca veremos la luz?,
¿Para qué deseamos si nada se cumple?,
¿Para qué pensamos si nada vera la luz?,
¿Para qué hablamos si nadie nos escucha?,
¿Para qué oímos si todo suena igual?,
¿Para qué vemos si todo es igual?,
¿Para qué tenemos esperanzas, si nada cambia?,
¿Para qué caminamos si en el camino solo hay tormento?.
¿Para qué existimos?.

Un mundo que nos condena, un mundo que nos frustra, un odio que nos llena el alma, que nos abate, que nos hace llorar ante la insignificancia de nuestras vidas.

Quiero pensar lo contrario, pero cada día que pasa me siento más abocado a un destino triste, oscuro, lleno de odio.

Por querer cambiar a un mundo de piedras, un mundo de insignificantes seres que se creen algo, que viven de los sueños de piedra, y se refugian en eso.

Seres que son unos cobardes, cuya ignorancia carga contra nosotros, portadores de una luz que les ciega, y que ve su brillo salpicado por la sangre que mana, de nuestro último aliento.

Aliento que forma parte de nuestra venganza, visionarios, que conocemos la esencia universal de todas las cosas, y que nos elevamos por encima de ellos, de las piedras.

Nos odian por amarles, nos insultan para que nadie nos escuche, porque temen saber la verdad, la verdad de un mundo de oscuridad, del cual, ellos en cavernas se refugian.

Pero nosotros caminamos sobre él, caminamos mientras el sol nos quema el cuerpo, mientras la lluvia y el viento nos azotan, mientras el fuego nos quema los pies. Pero caminamos.

A ellos les regalamos la victoria, les regalamos el presente cargado de ilusiones en las que creen elevarse mediante las piedras.

Para nosotros la gloria, la sabiduría infinita y el don de comprender al mundo y amarlo, y no de odiarlo.

Solo odiamos a las piedras, y mientras ellas tratan de pintarse por fuera, por miedo a descubrir que por dentro están vacías, carentes de significado, carentes de vida. Nosotros llenamos nuestro interior y lo elevamos para que los vientos lo esparzan, porque nada hay que ocultar.

Morimos, es cierto, pero nosotros conocemos a la muerte, la vemos todos los días, y la ansiamos de que venga y nos abraze para elevarnos. Pues cada momento es apreciado hasta tal punto, que nuestro oráculo es la insignificancia de las cosas, que se eleva y reside en el Todos.

Para ellos la muerte es un final, para nosotros un comienzo. El comienzo de otra vida, una vida que descansa sobre el mundo.

De nuestras cenizas surge la esencia de la vida que crea y destruye, y que transporta nuestra sabiduría por el mundo, haciendo que las flores brillen más, mientras el alba con sus rayos las acaricia. Y allá por los montes, llenos de sabiduría, los árboles de Europa crecen con nuestro legado, más altos y más sabios.


Ese es nuestro destino, sabedores de un algo que nos posee, de un amor sin límites.
Sabedores de que ya no hay vuelta atrás, pues el camino elegido es este, el de llegar a abrazar al Todos mientras otros abrazan a la nada y su alma se pierde. Más la nuestra pervive, y pervivirá por tiempos infinitos.

Nosotros los hijos de la Tierra, caballeros sin retorno, caballeros sin rey, caballeros con el sol a nuestro lado, con las estrellas tras nuestra estela, caballeros sin sombra, caballeros de la luz, caballeros de la libertad.